Rugby Around The World

dimarts, 3 de març del 2015

Lucha, Sacrificio, Respeto, Entrega, Combate, Amistad y Fair-play

Artículo gran reserva, año 2008, Zona rugby ya no existe, Phil continua en la melé.

Este es un artículo publicado por Phil Blakeway en Zona rugby. El rugby intenta mantener los valores que le han llevado a ser lo que es ahora, un pequeño oasis entre las tormentas de muchos deportes profesionales, donde prima el resultado sobre cualquier otra cosa. Ver un partido de fútbol donde los jugadores se tiran al suelo a la menor oportunidad, tíos de noventa quilos que caen desmayados tras un leve golpe, "hay contacto" gritan los periodistas, todos chillan al árbitro, los partidos de juveniles que nos da el plus nos ofrece las mismas trampas a menor escala... Uno va viendo como lentamente el fútbol va muriendo, y no lo digo yo, lo dicen los estadios repletos de cemento, deseemos que el rugby no entre en esta vorágine.

Los rugbistas nos preciamos de cierta categoría moral. La ética y la estética de nuestro deporte la determina. La tradición también. Esa sutil transmisión de conocimientos, hábitos, sensaciones y costumbres que van dosificando los mayores para que los jóvenes adeptos queden para siempre incorporados a la secta: lucha, sacrificio, respeto, entrega, combate, amistad, fair-play. Una mirada, un gesto que enseña, a veces, mucho más que una arenga. El zaguero consagrado que da un pase de ensayo al ala novato, cuando un quiebro fácil le hubiera proporcionado su enésima marca. El viejo pilier que concurre ineluctablemente con su bolsa el partido del tercer equipo, esa turbamulta de imberbes y suplentes, por si hace falta echar una mano en el segundo tiempo, aun sabiendo que acabará jugando todo el partido y soportará las quejas de su mujer y de sus gastados huesos, por la noche, después de las cervezas. El consejo quedo del delegado que trota la banda en los partidos de todas las categorías del club cada fin de semana. El que nunca protesta cuando le toca levantar el banderín en el lateral. El padre de aquel jugador que lleva al campo a seis o siete juveniles apretujados en su monovolúmen, o la madre de aquel otro que siempre se acuerda de llevar aquarius para el medio tiempo. Tu madre, o tu mujer, o quien quiera que sea que meta la piltrafa de camiseta en la lavadora tras cada partido. El encargado del botiquín del segundo equipo, donde nunca falta de nada. El entusiasta juvenil que se vuelve imprescindible para dominar a la vocinglera legión de críos que son el futuro del equipo. Mil ejemplos más. Eso es altura de miras; eso es solidaridad; eso es Rugby.



Y sin embargo hay excepciones. Debemos erradicarlas. Tenemos que establecer barreras. No podemos permitir que el Grial que ahora nos toca preservar se enfangue. Los reglamentos de competición y la autoridad del árbitro no son suficientes, aun siendo en nuestro deporte donde, sin duda, más se respeta al mediador. Se impone la autorregulación. La de cada uno, la que sale del alma de quien participa de los valores que conforman el deporte de los villanos jugado por caballeros. Debemos aborrecer las conductas impropias, porque la línea que separa nuestra disciplina de la riña tumultuaria es tan frágil que sólo mentes y espíritus despiertos y alerta serán capaces de preservar el tesoro.

Yo no lo he visto, pero dicen que este fin de semana hubo más que palabras en un campo del Este de Madrid. Dicen, lo he leído en un foro bien conocido, que el asunto fue más allá de lo que suele zanjarse entre árbitro y capitanes, acaso con un sin bin y un “10 metros más”. No hay excusas, eso no debe suceder jamás. Da igual el motivo, porque cada vez que eso sucede, se pierden fieles a la causa y se traicionan los fundamentos del espíritu que nos mueve.

Tampoco son de recibo actitudes veleidosas y arrogantes que desmerecen a quien las practica. Me cuentan también que en otro campo, ahora de hierba artificial, se enfrentaban dos universidades madrileñas, una del Oeste y otra del Sur, regida ésta por alguien que fue la tercera autoridad de la Nación. Que una, la del Sur, concurría con treinta jugadores y la otra con apenas dieciseis, porque coincidía el partido con exámenes de la mayoría. Que a la hora del pitido inicial el delegado de la magra en efectivos sólo pudo reflejar en el acta los nombre de los presentes. Que tres o cuatro más, acabado el exámen que les entretenía, acudieron raudos, y que el delegado de la otra universidad no les permitió jugar. Espíritu mezquino, mentalidad estrecha, contra la naturaleza del rugby: su equipo, el que iba sobrado de efectivos, ya ganaba por cuarenta puntos. Qué desánimo, qué desaliento entre los que se quedaron sin jugar después del esfuerzo del desplazamiento. Qué bajeza contra el rugby y sus fieles.

Conductas indignas aquella y esta, que hay que desterrar. Nos va el futuro en los detalles. En nuestro valor añadido. 



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